jueves, 26 de noviembre de 2009

Ménalque: el hombre libre opuesto al "hombre rebaño"



En su novela autobiográfica "El Inmoralista" André Gide coloca a su personaje "Ménalque" (o sea, su amigo Oscar Wilde) como el hombre que sigue sus instintos y disfruta de su diferencia en contraposición al "hombre rebaño", "el hombre de principios".

Ante unos elogios desproporcionados por parte de esta gente de "principios" en los periódicos a Ménalque donde le reconocían sus descubrimientos, los servicios prestados a su país, su abnegación como si el no hiciese nada que no fuera con fines humanitarios, etc.

El protagonista de la novela, "Michel" (que es el mismo André Gide) le felicita y Ménalque le interrumpe a la primera frase:

-¡Cómo! ¿También usted, querido Michel? Sin embargo, no me había insultado usted antes - dijo-. Deje usted, pues esas tonterías para los periódicos. Hoy parecen extrañarse de que un hombre de costumbres criticadas pueda, no obstante, tener todavía algunas virtudes. No sé yo hacer en mí las distinciones y las reservas que ellos pretenden establecer, y yo sólo existo en mi totalidad. No pretendo nada más que lo natural, y, ante cada acción, el placer que consigo por ella es para mí la señal de que debería hacerla.

-Eso puede llevar lejos - le dije.

-Con eso cuento - añadió Ménalque -. ¡Ah, si todos los que nos rodean pudieran persuadirse de eso! Pero la mayoría de ellos no piensan obtener de sí mismos nada bueno si no es por coacción; sólo se gustan contrahechos. Pretenden parecerse lo menos posible a sí mismos. Cada uno se pone un modelo que imita; acepta un modelo completamente escogido. Hay, sin embargo, creo yo, otras cosas que leer en el hombre. No se atreven. No se atreven a dar la vuelta a la página. Leyes de la imitación; yo les llamo leyes del miedo. Tienen miedo de encontrarse solos, y no se encuentran en absoluto. Esta agorafobia moral me es odiosa; es la peor de las cobardias. Sin embargo, siempre es estando solo cuando se inventa. Pero, ¿quién busca aquí inventar? Lo que se siente en uno mismo de diferente, es precisamente aquello que se posee de raro, lo que da a cada cual su valor... y ahí está lo que se trata de suprimir. Se imita. ¡Y se pretende amar la vida!

Yo dejaba hablar a Ménalque; lo que el decía era precisamente lo que el mes anterior decía yo a Marceline; habría debido yo, pues, aprobarlo. ¿Por qué?, por qué cobardía le interrumpí y le dije, imitando a Marceline, la frase con la que ella me había interrumpido, palabra por palabra?

-Sin embargo, querido Ménalque, no puede usted pedir a cada uno que difiera de los demás...

Ménalque se calló bruscamente, me miró de una forma extraña, luego como se acercaba precisamente Eusèbe para despedirse de mí, se volvió la espalda sin cumplidos y fue a charlar con Héctor de cosas insignificantes.

Apenas dicha, mi frase me había parecido estúpida; y me sentí desconsolado sobre todo de que pudiera ella hacer creer a Ménalque que me sentía atacado por sus palabras. Una vez que el salón estuvo vacío, Ménalque volvió a mí:

-No puedo dejarlo así- me dijo-. Sin duda he comprendido mal sus palabras. Déjeme al menos creerlo...

-No- respondí-. No las ha comprendido usted mal... pero no tenían ningún sentido; y apenas las hube dicho sufrí por su necedad y, sobre todo, al notar que iban a situarme a ojos de usted precisamente entre aquellos a los que usted condenaba antes y que, le aseguro, me son tan odiosos como a usted. Odio a toda la gente de principios.

-Son los más detestables que hay en este mundo -añadió Ménalque riendo-. No puede esperar de ellos ninguna especie de sinceridad; pues no hacen nunca más que lo que sus principios han decretado que debían hacer o, de lo contrario, miran lo que hacen como mal hecho. Ante la mera sospecha de que usted pudiera ser uno de los suyos, he sentido que la palabra se me helaba en los labios. La pena que me invadió al punto me ha revelado cuán vivo es mi afecto por usted; sino en el juicio que yo hacía.


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